miércoles, 2 de abril de 2008

Coup de Foudre

Su vida era una mierda. A tamaña conclusión había llegado mientras divagaba Gran Vía abajo acerca del verano que le esperaba, otra vez y muy a su pesar, enfrascado entre libros de gramática. Era un negado para el francés y no había remedio.
La cara de la vieja madame Marie se le aparecía una y otra vez en su conciencia, a lo largo de episódicos flashbacks acaecidos durante todo el curso, para recordarle su inutilidad y no podía por más que resignarse ante tan desoladoras perspectivas. A estas alturas las largas tardes de playa no eran más que un lejano espejismo, sabía que su verano transcurriría intentando descifrar impronunciables vocablos.
Enfilaba ya la calle de la librería Europa, hacia donde se dirigía para comprar el maldito libro de recuperación y aunque se había propuesto caminar sosegado, el sol a esa hora de la mañana ya brillaba lo suficientemente implacable como para que empezaran a aflorar por toda su espalda las primeras gotas de sudor, lo cual no hacia sino empeorar su apatía y hastío generalizados.
Una vez dentro de la librería, a salvo ya de la vorágine urbana, la imagen que se encontró fue la de siempre. Aunque no frecuentaba el lugar, por suerte para él, aquello le había recordado siempre más a una iglesia que otra cosa, hasta los personajes que pululaban por allí a él le parecía tenían cara de curas y monjas, así que con la poca voluntad que le quedaba a la altura de los tobillos, se dirigió hacia el mostrador donde habitaba, como de costumbre, aquella dependienta de cara apergaminada con las gafas caídas a media nariz y uno de esos cordelitos atados a las patillas para colgárselas cuando no se usan. Ese prodigio de simpatía era lo más típico que cualquier mortal podría haber definido como una ratona de biblioteca.
En ese momento atendía a un señor, así que se apartó discretamente hacia su izquierda para esperar turno con la misma ilusión con la que se espera en la consulta del dentista y mientras lo hacia comenzó a hojear uno de esos expositores giratorios cargados de libros de bolsillo. Siempre le habían gustado los libros, pero comía más por los ojos que otra cosa, su pereza congénita le superaba y su lista de lo tengo que leer algún día bien podría haberle ocupado mas allá de cien años si alguna vez intentara cumplir con tal empresa.
Y en eso estaba, remirando un libro sobre los misterios del antiguo Egipto cuando ni siquiera se dio cuenta que se le colaban, y es que entre sus mil “virtudes” también contaba con una distraibilidad que para si hubiese envidiado cualquier bebe de tres meses. Rápidamente volvió al mundo de los mortales desde las tierras de Ranses II y lo primero que se encontró de ella fueron sus sandalias de cuero. Con temeraria curiosidad para su condición no muy dada a la exploración, siguió recorriendo hacia arriba aquellas sandalias: una falda larga de gasa y un top corto las acompañaban dándole un marcado estilo hippie a su portadora. Aun tuvo tiempo de pararse por un instante antes de encontrarse de pronto con aquello, el pelo corto como de chico y unos ojos oscuros que le devolvían aquella mirada indiscreta suya. Bajó la cabeza de inmediato sintiéndose escaldado, al recibir semejante envite e intento volver disimuladamente al libro que tenia entre sus manos para reponerse, aunque sin conseguirlo. Era guapa, muy guapa, debía de tener mas o menos su edad y era muchísimo más de lo que un desastre como el podía soñar.
A ella la acompañaba su padre, que era inmediatamente reconocido por la dependienta mientras le indicaba que había llegado su encargo. Un libro sobre la didáctica de las ciencias, que con rapidez trajo la dependienta.
Bastó un pequeño paso hacia adelante de la pareja al recibir el libro encargado de manos de ésta, para que ella casi le rozara el brazo, movimiento al que él respondió apartándose atropelladamente y con tanta prisa que no calculo bien el espacio. La espantada le provocó chocar con el expositor de libros en oferta y casi tirarlo por los suelos.
Sintió el calor apoderándose de todo su cuerpo y como le subía la sangre a velocidades de vértigo hasta su cara, que inmediatamente se volvió roja como la de un incauto turista empachado de sol en el mes de Agosto.
Con la vergüenza en todos los poros de su piel colocó el expositor en su sitio como mejor pudo e instintivamente buscó de nuevo aquellos ojos esperando encontrar indiferencia o mejor aun ni tan siquiera encontrarlos, pero no tuvo suerte. Sonreían, ella lo miraba divertida, casi conteniendo la carcajada. Y entonces sucedió:
– ¡No te me mates pequeño, que no muerdo!
El corazón por poco se le sale, se quedo petrificado, sin aliento, inmóvil, incapaz de reaccionar, lo había escuchado perfectamente. Claro, no tenia duda, pero cómo era posible si sus labios no se habían despegado, cómo podía haberlo oído, no había abierto la boca, pero él lo había oído, en su conciencia, lo había oído. Su voz, incluso su voz, el tono en el que había pronunciado esas palabras había sido igual de divertido que aquella mirada. No le cabía la menor duda.
Ella giró la cabeza y dejó de mirarlo con toda la naturalidad del mundo, abrió el libro y se puso a ojearlo, esperando que su padre pagara. Mientras el seguía mirándola fijamente, paralizado, aturdido, embobado, pero incapaz de articular palabra. Y es que aunque se hubiese atrevido, que podría haber dicho. Lo único que hizo fue eso, quedarse mirando en ese estado de semi-encantamiento hasta que la pareja se despidió de la dependienta y enfiló el camino hacia la calle.
Le despertó de aquel estado la voz, esta vez si audible, de la insoportable dependienta, que al menos tuvo que preguntarle por dos veces qué es lo que quería, a lo que él respondió con apenas un hilo de temblorosa voz y pronunciando en su penoso francés el titulo del odioso libro por el que había tenido que peregrinar hasta allí. La seca dependienta fue a buscar el citado texto y él se quedó, de nuevo sumido en su asombro. En su cabeza aun estaban aquellos ojos, aquellas palabras, aquel extraño ser que se había dirigido a él con aquel desparpajo. Le devoraba una sensación de impotencia a la vez que de duda. No podía quedarse así, tenia que hacer algo, un millón de veces se había arrepentido de su falta de iniciativa, de su indecisión y un millón de veces se había dicho que era la última vez, pero la apatía le terminaba por vencer. Esta vez no.
Salio corriendo como alma que lleva el diablo hasta la puerta y ya en la calle miró en todas direcciones desesperadamente, hasta que la encontró al fondo, caminando agarrada del brazo de su padre y a punto de doblar la esquina. Se quedó así, en medio de la acera observándola de lejos, de nuevo paralizado y en tal estado de desesperación al contemplar que se le escapaba la oportunidad de su vida, que surgió en su interior y con todas sus fuerzas una dolorosa suplica:
– ¡No me dejes así! ¿Quien eres?
Ella volvió la cabeza y sin dejar de caminar clavó sus ojos en él, atravesando con su mirada la distancia que los separaba, y entonces él pudo ver otra vez esa sonrisa, confiada, picara con ese toque de malicia.
Estaba seguro que le había oído, sus ojos se lo habían dicho, aunque él no había abierto la boca, estaba seguro.

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