lunes, 28 de abril de 2008

Un descarte y una cancion

Despertó violentamente en medio de la oscuridad sin una pizca de sueño. Había conseguido dormirse imaginando que todo aquello no había pasado o que todo tenia una explicación, pensaba intricados argumentos para huir de una realidad que le asfixiaba y así por fin, había logrado caer en la inconsciencia con una sonrisa en sus labios.
Sentía como si llevase durmiendo diez horas, la almohada estaba empapada e inmediatamente busco la hora en el reloj que parpadeaba encima de la mesita de noche. Apenas habían pasado un par de horas y una noche más se repetía la misma historia. Le estaba devorando la vida.

viernes, 18 de abril de 2008

Clínica de rehabilitación

Había llegado allí entre sirenas de ambulancia, en una camilla que recorría pasillos de una aséptica claridad a toda velocidad. Solo recordaba vagamente que había alguna gente a su alrededor con batas blancas y miradas serias, preocupadas, pronunciando palabras ininteligibles para él.
Después de eso, sueño, solo sueño.
Era un corazón enfermo, adicto, su vida dependía de algo tan fuerte que le había atrapado, absorbido por completo, nada comparado con lo que había vivido antes.
Al despertar, todo a su alrededor le era desconocido, no sabia donde estaba ni cuanto había estado dormido. Por qué estaba allí, todo eran preguntas en su cabeza
Los primeros días fueron horribles en ese lugar, estaba contrariado, enfadado consigo mismo y con todo el mundo, solo quería una cosa, volver a su vida, a su pasado, ha aquella rutina en la que se había convertido su existencia, entre el dolor y la pena, por todo lo que había vivido y ya no tenia, su aspecto se había vuelto oscuro, fúnebre y ya nada le podía interesar. No había ilusión en su vida, cómo podía haberla cuando había perdido aquello que le había hecho feliz, aquello que daba sentido a su vida.
No podía fijarse en nada de lo que le rodeaba, con el tiempo había llegado a la conclusión que el único remedio para todos sus males era recuperar como fuese su pasado, la vida con la que había sido feliz. A veces era consciente de cómo era su existencia, eran momentos en los que veía la luz, momentos de una claridad brutal, en los que se daba cuenta que tenia que cambiar, que podía hacerlo, que quería hacerlo, pero eso duraba poco, una y otra vez recaía. Su existencia se había convertido en una espiral de tristeza y hastío, donde su adicción, se había convertido en una pesada losa.
Ni siquiera se había fijado en el lugar donde estaba. Había un mar, una playa y su habitación daba hacia esa playa, la brisa era suave y calida, olía a mar, el cielo era de un azul increíble, y se fundía en el horizonte en una suerte de azulados matices. Se respiraba tranquilidad y paz, pero él no veía nada de aquello. No quería verlo, solo quería que le dejasen volver a su vida, salir de allí.
Sin embargo, le obligaban a dar largo paseos en silencio, por aquel lugar, siempre acompañado por esos tipos con sus batas blancas, que desesperante era para el todo eso, sentía que todo era ridículo, no sabía por qué lo hacían, para qué, eso no servia para nada, para él solo existía una solución a todos sus males. Recuperar lo que había perdido.
Poco a poco y con el paso de los días comenzó a fijarse en lo que le rodeaba, en los pequeños detalles, como el del cosquilleo relajante que le producían los miles de granos de fina arena escapando entre sus dedos o el del sabor a salitre que le traía la brisa del mar. Lentamente, despacio, empezó a respirar el aire puro, y aunque de vez en cuando, aún iban y venían por su cabeza antiguos anhelos que le sumergían en la tristeza, ya era diferente. Ahora se resignaba, porque al fin al cabo no podía hacer otra cosa, además cada vez pasaba mas tiempo contemplando aquel sitio, sintiéndolo, haciéndose cada vez mas fuerte, más vivo, incluso empezó a recobrar un mejor aspecto. Empezó a tener esperanza.
Y llego el día en el que los doctores le dieron el alta. Ya estaba listo para marcharse de allí le dijeron, que de aquí en adelante todo dependería de el. Ellos sabían que a veces sentiría miedo, pero le pidieron que cuando eso pasara se acordara de las cosas que allí había vivido.

Todo corazón ha necesitado alguna vez pasar por una clínica de rehabilitación

miércoles, 2 de abril de 2008

Coup de Foudre

Su vida era una mierda. A tamaña conclusión había llegado mientras divagaba Gran Vía abajo acerca del verano que le esperaba, otra vez y muy a su pesar, enfrascado entre libros de gramática. Era un negado para el francés y no había remedio.
La cara de la vieja madame Marie se le aparecía una y otra vez en su conciencia, a lo largo de episódicos flashbacks acaecidos durante todo el curso, para recordarle su inutilidad y no podía por más que resignarse ante tan desoladoras perspectivas. A estas alturas las largas tardes de playa no eran más que un lejano espejismo, sabía que su verano transcurriría intentando descifrar impronunciables vocablos.
Enfilaba ya la calle de la librería Europa, hacia donde se dirigía para comprar el maldito libro de recuperación y aunque se había propuesto caminar sosegado, el sol a esa hora de la mañana ya brillaba lo suficientemente implacable como para que empezaran a aflorar por toda su espalda las primeras gotas de sudor, lo cual no hacia sino empeorar su apatía y hastío generalizados.
Una vez dentro de la librería, a salvo ya de la vorágine urbana, la imagen que se encontró fue la de siempre. Aunque no frecuentaba el lugar, por suerte para él, aquello le había recordado siempre más a una iglesia que otra cosa, hasta los personajes que pululaban por allí a él le parecía tenían cara de curas y monjas, así que con la poca voluntad que le quedaba a la altura de los tobillos, se dirigió hacia el mostrador donde habitaba, como de costumbre, aquella dependienta de cara apergaminada con las gafas caídas a media nariz y uno de esos cordelitos atados a las patillas para colgárselas cuando no se usan. Ese prodigio de simpatía era lo más típico que cualquier mortal podría haber definido como una ratona de biblioteca.
En ese momento atendía a un señor, así que se apartó discretamente hacia su izquierda para esperar turno con la misma ilusión con la que se espera en la consulta del dentista y mientras lo hacia comenzó a hojear uno de esos expositores giratorios cargados de libros de bolsillo. Siempre le habían gustado los libros, pero comía más por los ojos que otra cosa, su pereza congénita le superaba y su lista de lo tengo que leer algún día bien podría haberle ocupado mas allá de cien años si alguna vez intentara cumplir con tal empresa.
Y en eso estaba, remirando un libro sobre los misterios del antiguo Egipto cuando ni siquiera se dio cuenta que se le colaban, y es que entre sus mil “virtudes” también contaba con una distraibilidad que para si hubiese envidiado cualquier bebe de tres meses. Rápidamente volvió al mundo de los mortales desde las tierras de Ranses II y lo primero que se encontró de ella fueron sus sandalias de cuero. Con temeraria curiosidad para su condición no muy dada a la exploración, siguió recorriendo hacia arriba aquellas sandalias: una falda larga de gasa y un top corto las acompañaban dándole un marcado estilo hippie a su portadora. Aun tuvo tiempo de pararse por un instante antes de encontrarse de pronto con aquello, el pelo corto como de chico y unos ojos oscuros que le devolvían aquella mirada indiscreta suya. Bajó la cabeza de inmediato sintiéndose escaldado, al recibir semejante envite e intento volver disimuladamente al libro que tenia entre sus manos para reponerse, aunque sin conseguirlo. Era guapa, muy guapa, debía de tener mas o menos su edad y era muchísimo más de lo que un desastre como el podía soñar.
A ella la acompañaba su padre, que era inmediatamente reconocido por la dependienta mientras le indicaba que había llegado su encargo. Un libro sobre la didáctica de las ciencias, que con rapidez trajo la dependienta.
Bastó un pequeño paso hacia adelante de la pareja al recibir el libro encargado de manos de ésta, para que ella casi le rozara el brazo, movimiento al que él respondió apartándose atropelladamente y con tanta prisa que no calculo bien el espacio. La espantada le provocó chocar con el expositor de libros en oferta y casi tirarlo por los suelos.
Sintió el calor apoderándose de todo su cuerpo y como le subía la sangre a velocidades de vértigo hasta su cara, que inmediatamente se volvió roja como la de un incauto turista empachado de sol en el mes de Agosto.
Con la vergüenza en todos los poros de su piel colocó el expositor en su sitio como mejor pudo e instintivamente buscó de nuevo aquellos ojos esperando encontrar indiferencia o mejor aun ni tan siquiera encontrarlos, pero no tuvo suerte. Sonreían, ella lo miraba divertida, casi conteniendo la carcajada. Y entonces sucedió:
– ¡No te me mates pequeño, que no muerdo!
El corazón por poco se le sale, se quedo petrificado, sin aliento, inmóvil, incapaz de reaccionar, lo había escuchado perfectamente. Claro, no tenia duda, pero cómo era posible si sus labios no se habían despegado, cómo podía haberlo oído, no había abierto la boca, pero él lo había oído, en su conciencia, lo había oído. Su voz, incluso su voz, el tono en el que había pronunciado esas palabras había sido igual de divertido que aquella mirada. No le cabía la menor duda.
Ella giró la cabeza y dejó de mirarlo con toda la naturalidad del mundo, abrió el libro y se puso a ojearlo, esperando que su padre pagara. Mientras el seguía mirándola fijamente, paralizado, aturdido, embobado, pero incapaz de articular palabra. Y es que aunque se hubiese atrevido, que podría haber dicho. Lo único que hizo fue eso, quedarse mirando en ese estado de semi-encantamiento hasta que la pareja se despidió de la dependienta y enfiló el camino hacia la calle.
Le despertó de aquel estado la voz, esta vez si audible, de la insoportable dependienta, que al menos tuvo que preguntarle por dos veces qué es lo que quería, a lo que él respondió con apenas un hilo de temblorosa voz y pronunciando en su penoso francés el titulo del odioso libro por el que había tenido que peregrinar hasta allí. La seca dependienta fue a buscar el citado texto y él se quedó, de nuevo sumido en su asombro. En su cabeza aun estaban aquellos ojos, aquellas palabras, aquel extraño ser que se había dirigido a él con aquel desparpajo. Le devoraba una sensación de impotencia a la vez que de duda. No podía quedarse así, tenia que hacer algo, un millón de veces se había arrepentido de su falta de iniciativa, de su indecisión y un millón de veces se había dicho que era la última vez, pero la apatía le terminaba por vencer. Esta vez no.
Salio corriendo como alma que lleva el diablo hasta la puerta y ya en la calle miró en todas direcciones desesperadamente, hasta que la encontró al fondo, caminando agarrada del brazo de su padre y a punto de doblar la esquina. Se quedó así, en medio de la acera observándola de lejos, de nuevo paralizado y en tal estado de desesperación al contemplar que se le escapaba la oportunidad de su vida, que surgió en su interior y con todas sus fuerzas una dolorosa suplica:
– ¡No me dejes así! ¿Quien eres?
Ella volvió la cabeza y sin dejar de caminar clavó sus ojos en él, atravesando con su mirada la distancia que los separaba, y entonces él pudo ver otra vez esa sonrisa, confiada, picara con ese toque de malicia.
Estaba seguro que le había oído, sus ojos se lo habían dicho, aunque él no había abierto la boca, estaba seguro.